EL ELIXIR DEL SOL. NOVELA EN 9 CAPÍTULOS
Capítulo 1
Se busca Virrey
Una vez había un Rey muy poderoso. De todo tenía, mas no sabía cuanto había. Sus tierras, repartidas por doquier, estaban tan alejadas unas de otras que en su reino nunca se ponía el sol.
– Cuando en el Norte de su reino es de noche, en el Sur apenas empieza el día – exclamaban con rabia algunos reyes coetáneos suyos.
– Cuando el sol se pone por este lado de sus tierras, ya se vislumbran las primeras luces por el otro – se lamentaban otros reales personajes, muertos de envidia.
Pero poseer tantas cosas y gobernar muchas tierras, no era ni es cosa sencilla. ¿Cómo reinar en territorios separados por kilómetros y kilómetros? ¿Cómo administrarlos cabalmente si de la capital del reino los separaba un inmenso mar? ¿De qué modo hacer cumplir las leyes? ¿Cómo saber si todo marchaba de la manera debida?
Tras mucho pensar y cavilar, el Rey -con la ayuda inestimable de sus consejeros, todo hay que decirlo- decidió nombrar unos representantes que, con el título de Virreyes, gobernarían aquellos territorios tan alejados de la metrópoli y que, como legítimos representantes de su majestad, se comprometerían a actuar siempre en beneficio de la corona.
En cierta ocasión, el Rey necesitó un Virrey para gobernar las tierras denominadas “El Imperio del Sol”. Habiendo encontrado al hombre adecuado, lo nombró su representante y allá lo mandó.
El escogido se tomó aquel trabajo muy en serio y una vez llegado a su nuevo destino, se dispuso a viajar por las tierras que había de administrar en nombre del Rey, a fin de adquirir un mayor conocimiento sobre ellas y sus habitantes. En el transcurso de sus viajes vio y aprendió muchas cosas que lo instruyeron eficazmente para llevar a cabo su misión.
Capítulo 2
Una narradora sin par
Un día, cuando el Virrey paseaba por un lugar remoto, supo de la existencia de una narradora sin par, que solía contar cuentos y leyendas en el patio de su casa. Multitud de gente acudía a sus veladas y él no quiso ser menos, así que para allá marchó y, al llegar, escuchó a la mujer.
– Cuentan los más ancianos que una terrible tormenta de agua acompañada de truenos y rayos y granizo se llevó el mundo que existía antes del actual. Las aguas de los cielos y de las tierras se volvieron a juntar, como en la época en que el caos habitaba por todas partes. Del cielo bajaban lenguas de fuego que se precipitaban hacia la tierra, tragando todo cuanto encontraban a su paso, y matando todo cuanto tenía vida. Murieron todos los hombres. Por su parte, los animales intentaron huir a lo alto de las montañas. Pese a sus esfuerzos, ni uno pudo escapar de la muerte. Algunas aves de corto vuelo cayeron de forma inmediata, fulminadas por los vapores que desprendía la tierra; otras, abatidas por el cansancio y el hambre, fueron perdiendo las pocas fuerzas que les quedaban hasta encontrar la muerte.
A medida que la mujer iba relatando, la multitud se sentía contagiada por la magia de sus palabras. Mientras el Virrey trataba de imaginar el estado de la tierra y el cielo, el relato seguía su curso:
-…Tan sólo un ave siguió volando durante cuarenta días y cuarenta noches. Era el cóndor. Todos conocéis ese animal soberbio, de negras plumas; su cabeza está ungida por una diadema, y su cuello aparece recubierto por un plumón, que se va espesando de forma notable hasta formar un collar también de color negro.
El público asintió. El Virrey repasaba mentalmente el aspecto del cóndor, un ave que había conocido, y le pareció que algo no concordaba en aquella descripción. Mas la voz de aquella mujer le llegaba con tal fuerza que le impedía concentrarse en sus pensamientos, en vano buscaba los desajustes entre su experiencia y las palabras de la narradora.
-… Vino un nuevo mundo, en el cual sólo había un cóndor, pues la fuerza de su vuelo le había permitido subsistir y formar parte de un orden nuevo– proseguía la narradora, atenta solamente al curso de su relato y al impacto que sus palabras causaban en los oyentes -. Tras muchos días y tantas otras noches sin probar el agua, el cóndor, que necesitaba calmar su sed, se acercó al río pero, por prudencia, sumergió primero la punta de sus alas en la corriente. Las aguas, que hervían debido a las turbulencias de la reciente tormenta, le quemaron la parte inferior de las plumas. Y desde entonces él, y todos los cóndores que le han sucedido, tienen las puntas de las alas blanquecinas.
“Ahora sí que las explicaciones de la mujer coinciden con la imagen de los cóndores que yo he podido contemplar con mis propios ojos”, pensó el Virrey y no pudo evitar exclamar:
– ¡Con razón las alas de este ave tienen las puntas blancas!
A nadie parecieron importarle sus pensamientos. Todos seguían pendientes del hilo de la narración, de la vehemencia de aquella voz femenina:
-…pasó el tiempo y el cóndor, con las alas ribeteadas de blanco, pudo ver cómo cambiaban las cosas con el advenimiento de un nuevo mundo. Presenció el nacimiento de especies animales nunca vistas hasta entonces. Se estableció una organización diferente de la vida. Y los animales recién llegados reconocieron que la ancianidad del cóndor le hacía superior a todos ellos. Había nacido el mito.
– ¡Y esta superioridad todo el mundo se la reconoce todavía! – gritó el Virrey quien, en el poco tiempo que llevaba por aquellas tierras, ya se había dado cuenta de la importancia que tenía este ave mítica para aquella gente.
Como todo el mundo a su alrededor se mantenía en silencio, pronto la mujer lo localizó con la mirada y sus miradas se encontraron por un momento. Él enmudeció. Ella prosiguió. Se acercaba el final de su relato y nada ni nadie iba a impedirle pronunciar las últimas palabras:
–…Debido a esta superioridad, el cóndor transporta en su buche la Piedra Blanquecina Portadora del Pasado y del Futuro. Y esa piedra tiene poderes mágicos.
Todo el mundo escuchaba el relato sin inmutarse, mas el Virrey no daba crédito a sus oídos. ¿Cómo es que ninguno de sus ayudantes, le había hablado de aquella piedra? ¿Cuál era su función? Nuestro hombre obtuvo respuesta de labios de la narradora que acto seguido aclaró, como si le hubiera adivinado el pensamiento:
– Cuando el cóndor escoge un animal para comérselo, se le acerca volando, describiendo círculos a su alrededor y después de rodearle tira la Piedra Blanquecina. Entonces, la víctima, llevada por una extraña fuerza, se dirige obedientemente hacia el lugar señalado por la piedra, dispuesto a dejarse comer por la gran ave mítica.
El Virrey iba de sorpresa en sorpresa, a duras penas era capaz de seguir el ritmo imperturbable de la narradora:
– Cuando el cóndor vuela, se oye un tamborileo que proviene de las piedras de su buche. Y este ruido nos informa de la dirección que toma su vuelo e indica hacia dónde debemos dirigirnos si lo queremos cazar. Porque nosotros, los hombres, somos los únicos seres vivos de este mundo nuevo que hemos osado perseguir a muerte este gran pájaro. Aunque, nunca hemos podido conseguir la piedra mágica.
Y tras decir aquellas palabras, la mujer bebió un larguísimo trago de agua pues tenía la garganta seca de tanto hablar y dio por terminada la narración. Aquella leyenda conmovió al Virrey que era el único oyente extranjero entre toda la concurrencia. Así fue como se acostumbró a hacer escapadas al patio de la casa de aquella narradora sin par de cuyos labios había oído por primera vez el origen mítico del cóndor. Convertirse en un oyente asiduo le permitió conocer relatos de toda clase y también le facilitó poder oír, otras tantas veces, los míticos hechos que tanto lo habían impresionado.
Tiempo después, el Virrey mandó construir una preciosa pajarera en los jardines del palacio donde residía. Y entre las tantas aves estaba ¡cómo no! un magnífico ejemplar de cóndor. Al Virrey le complacía ocuparse del mítico pájaro y no escatimaba medios para que su cautiverio fuera de lo más confortable. Y parecía que el pájaro se lo agradecía, puesto que recibía las innumerables visitas del Virrey con verdaderas muestras de alegría. Pero nunca obtuvo, nuestro hombre, muestra alguna de la existencia de la Piedra Blanquecina.
Capítulo 3
El Virrey regresa a su ciudad natal
Por las crónicas de aquel tiempo sabemos que el Virrey desarrolló con prudencia y sabiduría las labores para las que había sido escogido. Y esto, junto con su buen natural, lo convirtió en un representante real muy estimado.
Sus propios consejeros y colaboradores temían que el Virrey enloqueciera de verdad si no ponían fin a la situación. Y no cejaban en su empeño por hacerle comprender que lo mejor seria que emprendiera el camino de regreso. Si lo hacía ahora, señalaron, seria recordado por su manera de hacer justa y sensata a lo largo y a lo ancho de las tierras de “El Imperio del Sol”. Aquel consejo no desagradó al viejo Virrey y empezó a organizar los preparativos para ¡por fin! iniciar una nueva vida en un viejo lugar, su ciudad natal. Pero nuestro hombre no quería llevar consigo todo lo acumulado durante tan larga estancia en aquellas tierras.
Eran tiempos en los que viajar era incómodo y los peligros acechaban por doquier, y el buen hombre no deseaba tener que preocuparse, además de por su suerte, por la de un equipaje que prometía ser muy voluminoso. Como quería agradecer a sus más estrechos colaboradores los momentos compartidos, pensó que una buena forma de hacerlo era repartir entre ellos sus bienes materiales.
También fue llamada a palacio la narradora que tan deliciosas veladas le había procurado con sus fábulas y leyendas. El Virrey la quería distinguir haciéndola depositaria de su amado cóndor: puesto que ella le había dado a conocer el origen mítico del ave, justo era que con él se quedara. Cuando la narradora recibió el animal decidió dejarlo en libertad. Y el Virrey nada pudo objetar puesto que ahora ella era su única ama.
Antes de perderse en la inmensidad el cielo, el cóndor dejó caer una de sus plumas que suavemente fue a depositarse frente a la su libertadora. Ella la tomó en sus manos y partiéndola en dos parte se dirigió al Virrey diciéndole:
– Señor, esta parte de la pluma es para vos; para mí será la otra. Cuando uno de nosotros se encuentre en un mal paso, con sólo pasar la mano por encima tres veces, acudirá el cóndor en su ayuda. – Y añadió -: Todo cuanto le suceda al dueño de una de las partes de la pluma, será conocido por el otro, y en caso de necesidad, se apresurará a prestarle ayuda.
Recibió su parte el Virrey se comprometió a guardarla, y asimismo prometió no olvidar las palabras pronunciadas por la mujer.
Una vez repartidos todos sus bienes, aquel hombre bondadoso se despidió y marchó hacia su ciudad natal donde esperaba iniciar una nueva vida.
El viaje no tuvo contratiempos y el hombre llegó a la ciudad que le vio nacer. Para inaugurar la nueva época de su existencia, decidió tomar esposa. Bien pronto encontró una mujer zalamera y fina como pocas y discretamente hermosa, que se mostró dispuesta a aceptarlo tal y como era, viejo pero de buen tratar.
Después de la boda la pareja inició una feliz convivencia, marcada por la paz y la armonía. Fijaron su residencia en un palacio de nueva planta construido según los cánones de la moda de la época y en el centro de la ciudad. Y como fuera que con la llegada de los primeros calores la vida urbana se les hacía insoportable, mandaron edificar un segundo palacio en un lugar más fresco y agradable. El estilo de esta vivienda evocaba el de las construcciones que el Virrey había conocido y habitado en las tierras deI Imperio del Sol. Justamente, en uno de los salones de este palacio, el Virrey mandó depositar la parte de la pluma de cóndor que le pertenecía, conservándola en una vasija de barro bellamente decorada que había adornado la estancia que habitó en aquellas ya lejanas tierras.
A partir de entonces, el Virrey y su esposa, quien bien pronto fue conocida con el nombre de Virreina, pasaban los inviernos en palacio y, en verano, se marchaban a tomar el fresco a su segunda morada.
Capítulo 4
Preocupación en casa del Virrey
Pero una desgracia vino a romper la tranquila existencia de los Virreyes. La Virreina, mujer alegre rechonchita y llena de vida, empezó a perder el color que de habitual iluminaba sus mejillas y a mustiarse como un lirio sin agua.
El Virrey -quien, ni que decir tiene, amaba mucho a su mujer-, gastó una fortuna en conseguir traer junto a la enferma los mejores médicos para que averiguasen qué clase de mal la afectaba y cuál era el remedio para combatirlo.
Días y más días, pasó el consejo de galenos examinando a la Virreina y sometiéndola a todo tipo de pruebas. Pero a pesar de ser lo más selecto de la profesión, ninguno fue capaz de diagnosticar la naturaleza de la enfermedad de la Virreina. Lo único que acertaron a decir fue que aquel mal era un no sé qué, una especie de ¡Ay, qué será lo que tengo!
Ahora bien, fuese enfermedad o mal, una cosa estaba clara: la señora Virreina cada día se acercaba un poco más a la muerte.
El Virrey estaba desesperado. Si los médicos no tenían la solución para el enigma que afectaba la salud de su esposa, ¿quién podría tenerla?
A falta de mejor solución, los médicos aconsejaron al matrimonio que pasase largas estancias en el palacio de verano. Ambos se sentirían mejor fuera de la ciudad. Pero aquel cambio de aires no contribuyó a aliviar sus males.
El Virrey, que no había perdido la esperanza de devolver la salud a su amada esposa, convocó de nuevo a los médicos. Y entonces fue cuando uno de ellos se acordó del único remedio que, a su entender, podría curar la Virreina.
– ¡Pues claro! – exclamaron todos a una – ¡El Elixir del Sol!
-¿Cómo no lo habían mencionado antes? – preguntó el Virrey colérico.
La razón era muy sencilla: se trataba de un remedio imposible de conseguir, debido a la dificultad para disponer de los cuatro ingredientes que lo componían todos procedentes directamente del Sol: una gota de su sudor, una gota de su sangre, una de sus lágrimas y, por último, uno de sus rayos. ¿Quién iba a exponerse a arriesgar su vida por acercarse al Sol para conseguir uno de sus rayos? Probablemente nadie, excepto, quizás, algún joven arriesgado en busca de una aventura capaz de dar un vuelco a su existencia.
El Virrey, decidido a conseguir como fuera ese elixir que había de devolver la salud a su compañera, hizo un llamamiento público para convencer a algún joven a que saliera en busca de los preciados ingredientes.
Un puñado de mensajeros se pasearon por todas partes con el siguiente mensaje: “Se necesitan jóvenes dispuestos a ir en busca de los ingredientes precisos para hacer el Elixir del Sol. Quien los consiga obtendrá una GENEROSÍSIMA recompensa” – decían poniendo gran énfasis en la palabra que antecedía a recompensa-.
Muchos jóvenes respondieron a la llamada, aspirantes al premio prometido. Pero, uno a uno, los candidatos desistían tras preguntar dónde había que ir y otros detalles sobre la expedición, y no recibir ni pista ni respuesta, renunciando así a la SUCULENTÍSIMA recompensa prometida por el Virrey anunciada a bombo y platillo por sus mensajeros.
Capítulo 5
Los siete hermanos
Transcurrido cierto tiempo y perdidas ya las esperanzas, una mañana anunciaron al Virrey la llegada a palacio de siete hermanos. Según dijeron, venían firmemente predispuestos a dar respuesta al llamamiento; y no parecía preocuparles en absoluto la poca información disponible. Sin dudar ni un momento, los siete se pusieron en marcha convencidos de regresar con los ingredientes requeridos. Por su parte, el Virrey más que esperanzado, tenía la absoluta seguridad de que así iba a ocurrir.
Tras siete días y siete noches andando sin parar, los expedicionarios se encontraron en mitad del camino a un hombretón que acababa de arrancar de cuajo un grupo de árboles con la única ayuda de su mano. Tal fue la sorpresa de los siete hermanos que se les abrió la boca siete centímetros, por lo que en muy poco tiempo se dieron cita en aquel lugar 49 centímetros de boca. ¡Ahí es nada!
– ¿Qué clase de hombre sois, que arrancáis los árboles como si fueran nabos? – preguntó el mayor de los hermanos.
La respuesta no se hizo esperar:
– Ni son nabos lo que arranco, ni soy hombre, sino gigantón.
– Si vuestro nombre conociéramos, buenas migas, ¡ay!, hiciéramos.
– Arrancapinos me llaman y de cuajo los desplanto.
– ¡Con un compañero así nada ni nadie se atrevería a meternos miedo!
-¡Cuánta razón tienes! – asintieron los demás.
-¿Por qué no nos acompañáis? – le propuso el mozalbete.
– Aunque no sé adónde vais, ni tampoco lo que haréis, nada me apetece más que andar camino con vosotros. Solo voy por esos mundos y esto cansa, ¡sí señor!
– ¿Entendemos con este sí, que os unís a nuestro grupo?
– Por supuesto, en marcha estoy.
Y así fue como, sin más rodeos, siguió el grupo su camino. Ocho eran que con dieciséis pies andaban.
Y andando, andando, descubrieron frente a ellos un hombre cuya fuerza era tan descomunal que apartaba montañas con un simple movimiento de pie. Aquella nueva maravilla hizo que los siete muchachos abrieran sus pares de ojos como platos, por lo que en muy poco tiempo se dieron cita en aquel lugar 14 ojos como platos de loza, ¡ahí es nada!
– ¿Qué clase de hombre sois, que apartáis montañas como si fueran habas? – díjole el hermano mediano.
– Ni son habas lo que aparto, ni soy hombre, sino gigante.
– Si vuestro nombre conociéramos, buenas migas, ¡ay!, hiciéramos.
– Rempujamontañas me llaman y con sólo el pie las empujo.
– ¡Con un compañero así nada ni nadie podría meternos miedo!
-¡Cuánta razón tienes! – asintieron los demás hermanos.
-¿Por qué no nos acompañáis? – le propuso el mozo.
– Aunque no sé adónde vais, ni tampoco lo que haréis, nada me apetece más que andar camino con vosotros. Solo voy por esos mundos y esto cansa, ¡sí señor!
– ¿Entendemos con este sí, que os unís a nuestro grupo?
– Por supuesto, en marcha estoy.
Y así fue como, sin más rodeos, siguió el grupo su camino. Nueve eran que con dieciocho pies andaban.
Ni diez pasos habían dado, cuando de repente les llamaron la atención unas nubes densísimas, que ora cubrían la parte izquierda del cielo, ora la derecha en un ir y venir que no parecía tener fin. Un hombre, ¡qué digo!, un medio hombre desde lo alto de una colina movía a voluntad los nubarrones, soplo a soplo. Esta vez, la sorpresa fue tal, que a cada uno de los siete hermanos les creció la nariz siete palmos, por lo que en muy poco tiempo se dieron cita en aquel lugar 49 palmos de nariz, ¡ahí es nada!
– ¿Qué clase de hombre sois, que domináis las nubes a soplos? – dijo el menor de los hermanos.
– Si hombre fuera, nada valdría mi soplillo. Soy hombrecillo.
– Si vuestro nombre conociéramos, buenas migas, ¡ay!, hiciéramos.
– Soplainas me llaman y a soplos el aire gobierno.
– ¡Con un compañero así nada ni nadie podría meternos miedo!
-¡Cuánta razón tienes! – asintieron los demás hermanos.
-¿Por qué no nos acompañáis? – le propuso el mozalbete.
– Aunque no sé adónde vais, ni tampoco lo que haréis, nada me apetece más que andar camino con vosotros. Solo voy por esos mundos y esto cansa, ¡sí señor!
– ¿Entendemos con este sí, que os unís a nuestro grupo?
– Por supuesto, en marcha estoy.
Y así fue como, sin más rodeos, siguió el grupo su camino. Y eran diez que con veinte pies andaban.
– ¡Chocadla! – dijo Arrancapinos – ¡Esto de ser diez hay que celebrarlo!
Y diciendo así, ofreció su manaza a cada uno de los integrantes de aquel insólito grupo. Y todos encajaron con todos, del mayor al más pequeño, del menor al más grandote.
Durante días y más días, noches y más noches, los diez expedicionarios subieron montañas, bajaron valles, cruzaron bosques, atravesaron baldíos y pasaron hambre y sufrieron frío y toda clase de calamidades. Hasta que un día encontraron… ¡un huerto!
– ¡Alabado sea! – exclamaron todos sin excepción. – ¡Ha llegado el momento de saciar el hambre!
Dicho y hecho. Los diez entraron en tromba en los cultivos y arrasaron cuanto era que era comestible, que era todo. Bien pronto aquel trozo de tierra, que hasta poco antes rico era en verduras que seducían la vista y el olfato, parecía un campo de batalla -que es otra manera de decir que no quedó nada de nada.
El hermano menor, a pesar de su corta talla, no se quedó atrás a la hora de comer, pues buen hambre traía también el zagal. La cosa se complicó, cuando se dispuso a arrancar una col por el tallo para hincarle el diente, pues de repente … ¡¡¡zzzuuuiiiiiiiittt!!! ¡¡¡zzzuuuiiiiiiiittt!!! ¡¡¡zzzuuuiiiiiiiittt!!! el vegetal empezó a crecer, a crecer y a crecer, hacia arriba, hacia arriba, hacia el sol, sin parar. Y en su crecida, la hortaliza se llevó consigo al chaval que de este modo llegó a las alturas sin haberlo planeado ni deseado.
Capítulo 6
Encuentro con el Sol
Una vez llegado a las alturas, el muchacho quedó estupefacto: nunca hubiera imaginado que en lo alto de lo alto pudiera haber tanta luz y pudiera hacer tanto calor. Pero todo tiene una explicación: mediante la crecida de la col, había llegado a la casa del Sol, donde la temperatura era capaz de pulverizar las piedras y la luminosidad cegaba los ojos.
Cuando el Sol, verdadero amo y señor de aquella morada, avistó al muchacho, le recibió calurosamente – no podía ser de otra forma, ¡claro está! – y le preguntó qué le traía por aquellos pagos.
– He llegado aquí, Iluminadísimo Señor, sin saber cómo, pues una col enloquecida me ha propulsado hasta vuestra puerta, cosa que me va de primera pues mis hermanos y yo vamos en busca de algo que quizás me pudierais vos ofrecer.
– Venga esa demanda, veré qué puedo hacer – respondió el Sol amablemente.
– Pues verá, Ilustrísima: buscamos una gota de sudor imprescindible para la elaboración de un elixir…
-¡Que interesante! – interrumpió el Sol.
-Y precisamente esa gota…¡debe ser de vuestro sudor!
– ¡Ay, ay, ay, hijo mío! Eso no es tan sencillo como parece. Pues es preciso que sepas que aquí dónde me ves, existo exclusivamente para iluminar y dar calor, y esa tarea jamás me ha proporcionado ocasión alguna para sudar.
“¡Mal empezamos!” pensó el muchacho. Mas viendo la amabilidad con que le trataba tan ilustre astro, le espetó a bocajarro la segunda demanda:
– Pues si sudor no tenéis, señor Sol, al menos una gotita de sangre, sí me la podríais dar.
-Tampoco esto podrá ser, hijo mío – respondió el Sol moviendo la cabeza con tristeza, ya que mucho le hubiera gustado complacer a su visitante -. Nunca en mi larga vida he padecido herida alguna. Únicamente sé ofrecer calor y luz a quienes la necesitan.
– ¡Arreglados estamos! – exclamó el chaval, que empezaba a temer que encontrar los ingredientes objetivo del viaje no sería tarea fácil.
-. Voy a tomar el camino de Villa Diego y emprender el regreso, pues imagino que tampoco podréis concederme la tercera cosa que os quería pedir.
– ¿Y de qué se trata, si me es permitido saberlo? – preguntó el Sol por ganas de curiosear.
– ¡Oh!, sólo se trata de una lágrima…
– ¡Mala suerte! Bien a las claras se nota que no sabes con quién estás hablando. ¡A mí no me disgusta nada! Y siendo así, ¿qué podría hacerme saltar las lágrimas?
– ¡Me lo temía! Pues como nada pinto aquí, me voy con los míos que a estas horas se estarán preguntado dónde estoy! Adiós muy buenas y ¡gracias por la compañía!
Y diciendo esto, saltó encima de la col y al punto aquella verdura fantástica empezó a encogerse por el tallo y con un ¡¡¡zzzuuuiiiiiiiittt!!! por aquí y un ¡¡¡zzzuuuiiiiiiiittt!!! por allá, bien pronto regresó al lugar del que había partido con un jinete a lomos. Los seis hermanos se alegraron enormemente al ver a su hermano menor enterito y sin un solo rasguño. Ni que decir tiene que la satisfacción fue compartida por Arrancapinos, Rempujamontañas y Soplainas.
Todos se maravillaron al conocer de dónde venían la col y el zagal. Mas en cuanto él les contó el resultado de sus conversaciones con el mismísimo Sol, fueron presa del desaliento, estado de ánimo que les duró bien poco pues, de repente, una visita inesperada irrumpió ante ellos: el Sol en persona estaba a su lado y les hablaba de esta guisa:
– Buenos días a la compaña.
-Buenos días os sean dados.
-Heme aquí movido por el interés que me ha suscitado una reciente visita. Veréis, amigos, no acostumbro a tener huéspedes, mi morada es un lugar solitario, muy calurosa, en exceso luminosa. Por eso, cuando este muchacho se ha marchado, tras presentarse ante mí de forma tan inusitada, sin poder obtener ninguna de las tres cosas que vino a pedir, he creído conveniente desplazarme hasta aquí para buscar conjuntamente la manera de seros útil.
El primero de reaccionar fue Arrancapinos:
-Sería un gran placer para mí, señor Sol, que aceptarais salir conmigo a desplantar pinos.
– No se hable más – respondió el Sol dispuesto como estaba a hacer todo lo posible por ayudar.
Y del dicho al hecho. Ambos se pusieron a arrancar pinos: uno por aquí, uno por allá, y bien pronto el Sol, que nunca había hecho nada parecido, empezó a sudar. Y así fue como el astro rey fue capaz de generar gotas de sudor. Y una de ellas fue guardada en un frasco bien tapado custodiado celosamente por el más pequeño de los hermanos, a quien, a pesar de su corta talla y después de su visita a lo alto del cielo, todos reconocían como jefe de la expedición.
¡El primer ingrediente era ya una realidad!
Ahora fue Rempujamontañas el encargado de invitar al Sol:
– Señor Sol, venid conmigo, por favor. Juntos empujaremos.
Y del dicho al hecho. Entre montaña y montaña y empujón y empujón, el astro rey dio un traspiés, con tan buena fortuna que uno de sus soleados dedos quedó empotrado debajo de una enorme mole de piedras y un bello manantial de sangre brotó de aquella herida. Una de sus gotas fue guardada en un segundo frasco bien tapado, custodiado celosamente por el benjamín, a quien, a pesar de su corta talla y después de su excursión celeste, todos seguían reconociendo como jefe de la comitiva.
¡El segundo ingrediente era ya una realidad!
Entonces llegó el turno de Soplainas:
– Señor Sol, si fuerais tan amable de situaros en ese lugar… – le indicó el hombrecillo señalando una dirección concreta.
Y del dicho al hecho. Fue acercarse el Sol al lugar indicado y comenzar Soplainas a soplar a todo soplar, tras tomar aire, hasta que se levantaron un viento y una polvareda capaces de hacer llorar a todos los presentes. El astro rey no fue una excepción: en medio de aquel intempestivo vendaval, no tuvo tiempo de cerrar los ojos y empezó a echar lágrimas como un bobalicón. Y una de ellas fue guardada en un tercer frasco bien tapado y custodiado celosamente por el zagal, a quien, a pesar de su corta talla y tras su periplo solar, seguía siendo reconocido por todos como único jefe de aquella tropilla.
¡El tercer ingrediente era ya una realidad! Tan sólo faltaba conseguir el rayo de sol.
– Un rayo de sol es lo último que nos falta para dar por terminada nuestra búsqueda – anunció el benjamín del grupo que no podía ocultar su enorme satisfacción.
– Ay, hijos míos, me es completamente imposible ofreceros ni uno solo de mis rayos – respondió el Sol y esta vez, tanto su ademán como su voz denotaban una verdadera preocupación -. Hace mucho tiempo que los cedí al inca Tupac-Amaru y a su pueblo.
Los presentes, sin excepción, se quedaron sin habla. ¡Tenían la solución tan cerca, y un nuevo obstáculo se les interponía! Fue uno de los hermanos, tal vez el mayor, el único capaz de preguntar:
– ¿Dónde vive ese tal Tupac-Amaru?
– Todo lo que os puedo decir es que él y su gente habitan en las tierras denominadas “El Imperio del Sol” – y habiendo dicho esto, el astro rey inició la ascensión hacia su morada y se despidió de ellos con un: “Id en buena hora y que la suerte os acompañe”.
De repente, los diez aventureros se sintieron enormemente abatidos pues, a tenor de lo que acababa de decir el Sol, les esperaba todavía un largo camino lleno de incertidumbres y peligros. Más por cansancio que por sensatez, el grupo decidió volver a casa del Virrey y, de paso, depositar en lugar seguro los tres ingredientes conseguidos. Una vez allí, tomarían la decisión sobre cómo y cuándo emprender la marcha hacia las tierras de “El Imperio del Sol” en busca del último ingrediente.
Capítulo 7
Un compañero de viaje mítico
El Virrey se encontraba en la torre del palacio de verano velando sin cesar por la maltrecha salud de su esposa. Hacia allí encaminaron sus pasos los siete hermanos ansiosos por entregarle los tres ingredientes que ya obraban en su poder: la gota de sudor, la gota de sangre y la lágrima del Sol, que descansaban dentro de sendos frascos guardados en el interior del bolsillo del pantalón del expedicionario más joven. Y con ganas, también, de presentarle a sus tres nuevos compañeros de fatigas, Arrancapinos, Rempujamontañas y Soplainas, quienes habían hecho posible aquellos logros.
A la espera que el señor de la casa los recibiera, fueron conducidos a una estancia. Y hete aquí que una pluma de ave que descansaba en el interior de una vasija de barro bellamente decorada llamó poderosamente la atención del hermano menor. Una negrura profunda hacia brillar con intensidad la franja de color blanco que bordeaba la pluma.
El muchacho, incapaz de reprimir el deseo de tocar aquel objeto algo vetusto pero que incitaba enormemente su curiosidad, tomó con sus manos la pluma , acariciándola con delicadeza. Bajo la capa de polvo que el tiempo había ido depositando, descubrió un tacto de suave terciopelo que rozó una, dos y hasta tres veces. Entonces se produjo un extraño prodigio: por la ventana del salón hizo su aparición un magnífico cóndor, negro como el azabache.
Justo en aquel preciso instante hacía su entrada en la sala el Virrey quien, de inmediato, reconoció en aquel cóndor al compañero alado que otrora dejara en las tierras de “El Imperio del Sol”, el ave mítica de los territorios en otro tiempo por él gobernados. Tan grande fue su alegría, tan intensa emoción sintió, que fue incapaz de pronunciar palabra alguna; en medio de su zozobra, el hombre no se había dado cuenta de la naturaleza del objeto que el muchacho tenía en su mano.
Este, en cambio, completamente rehecho de la sorpresa de aquella repentina aparición, ordenó al cóndor con voz firme:
– ¡Llévame a las tierras de “El Imperio del Sol” donde viven el Inca Tupac-Amaru y su gente!
Y el cóndor así lo hizo .
Aún no habían tenido tiempo los visitantes de contar al Virrey las vicisitudes de los últimos días, cuando el cóndor ya estaba a punto de dejar a sus pasajeros en el lugar que le había sido indicado.
Sí, sí, habéis oído bien, he dicho pasajeros. Porque no fueron uno sino dos quienes viajaron por el aire hacia las tierras de “El Imperio del Sol”. El primero fue, es cierto, el zagal a quien todos conocemos, pero a lo largo del viaje se le unió la narradora también conocida de todos, que estaba al corriente de los hechos por obra y gracia de la mitad de la pluma de cóndor que conservaba.
Una vez en tierra firme, la mujer habló así:
– Sé que estás buscando un rayo de sol. Pero sólo podrás conseguirlo si eres capaz de demostrar que eres digno de ello.
– Y ¿cómo lo puedo saber? – dijo intranquilo el muchacho.
– Acércate y atiende…
Capítulo 8
En el Templo del Sol
¡Nuestro protagonista quedó desconcertado! Él no se había embarcado en aquel viaje para escuchar historias, por mucho que quien se la contara hubiera compartido con él la aventura de volar encima de un cóndor.
Pero la mujer siguió hablando como si nada:
– …hace mucho tiempo siete tribus poblaban estas tierras. Una de ellas era la de los incas, cuyo jefe tenía por nombre Tupac-Amaru. Durante su mandato el comportamiento de toda su gente fue tan justo, valiente y honrado, que el Sol les concedió sus rayos…
– ¡Sí, y desde entonces el astro rey ya no puede disponer de ellos! – interrumpió el zagal, impaciente. ¡Él conocía el relato al dedillo!
-…y su resplandor era tan intenso que cegaba a todos quienes se acercaban – continuó diciendo la mujer, mientras con la mirada hacía callar al joven, quien acató la orden no sin antes hacer un gesto afirmativo con la cabeza. ¡Él sabía por propia experiencia cuan fuerte era la luz del Sol!
– Desde que se convirtieron en amos de aquel tesoro, los incas vivían presos del miedo: temían que sus vecinos les robasen el regalo del astro rey. Hasta que decidieron guardarlo bajo tierra y denominaron aquel lugar El Templo de Sol. Pero pronto las otras seis tribus de “El imperio del Sol” declararon la guerra a los incas, pues también ellos se creían dignos de poseer tal don. Y cuando el Sol vio lo que estaba sucediendo, amenazó a los incas de Tupac-Amaru: si las siete tribus que poblaban aquellas tierras no terminaban pronto con sus peleas, se vería obligado a recuperar sus rayos y no los lo devolvería hasta que el respeto y la armonía volvieran a reinar entre ellos.
– ¿Y qué pasó? – preguntó el muchacho, ahora vivamente interesado por la historia que iba tomando cuerpo. Incluso se sentó en el suelo para seguir mejor el hilo del relato.
– Que Tupac-Amaru quiso demostrar al Sol que él y las seis tribus restantes eran capaces de convivir en paz y seguir disfrutando del preciado tesoro– contestó la mujer -. Y tras siete días de intensas reflexiones, convocó a los jefes de los seis pueblos que habían declarado la guerra a su gente y les dirigió las siguientes palabras: “Que hablen aquellos que nieguen que el Sol distinguió a mi pueblo otorgándole sus rayos”. Y nadie habló. “Que tomen la palabra aquellos que nieguen que es de justicia que el tesoro repose en las tierras de nuestra demarcación”. Y nadie tomó la palabra. “Que platiquen aquellos que consideren que quizás mi gente y yo mismo hemos cometido un error impidiendo que cualquier persona – sin distinción de pueblo o tribu – se pueda acercar al tesoro y, si es conveniente, disfrutarlo”. Y todos empezaron a platicar pues nadie aprobaba el comportamiento de los incas.
La narradora hizo una pausa que el muchacho aprovechó para desentumecer las piernas. También él se sentía reconfortado: si cualquiera podía acercarse al tesoro, quizás no que no le fuera difícil acceder al lugar donde se guardaban los rayos y hacerse con uno de ellos.
– Pero el inca Tupac-Amaru todavía no había acabado de hacer uso de la palabra: “Que hablen aquellos que nieguen que el Sol premió el comportamiento honrado y valiente de mi pueblo.” Y nadie habló. “Que conversen aquellos que consideren que sólo los valientes y honrados serán dignos de acercarse al tesoro y disponer sin límite que lo que les dicte su propio juicio”. Y aquí los seis jefes de las seis tribus conversaron a la vez dando la razón a Tupac-Amaru. “Que opinen aquellos que se sientan capacitados para juzgar quién es digno de disfrutar del tesoro”. Y nadie tuvo necesidad de opinar.
– ¿De verdad no había nadie digno de ello? – espetó el joven
-No, hasta que Tupac-Amaru volvió a hablar y lo hizo así – respondió calmosa la mujer -: “Que hablen aquellos que crean que haría falta formar un consejo de sabios.” Y aquí, todos los cabezas de tribus mezclaron las justas palabras del jefe inca con las suyas. Y empezaron a pronunciar nombres de gentes de sus tribus que a su juicio, destacaban por su sabiduría. “Que hagan uso de la palabra aquellos que crean que el consejo debería estar formato por siete cóndores”. Y aquí tomaron la palabra los que aprobaban la medida, y callaron quienes la rechazaban. Pero Tupac-Amaru defendió con vehemencia su propuesta y, finalmente, hubo acuerdo. Cada tribu elegiría un cóndor para formar el consejo de los siete, cuya función sería la de guardar el tesoro y la potestad de decidir quién podría entrar en el templo a contemplarlo y quién no.
– ¡Ah! – es cuanto pudo articular nuestro protagonista ante la perspectiva de verse juzgado por siete cóndores.
– La paz reinó de nuevo entre las siete tribus. Y Tupac-Amaru, el jefe inca conocido por doquier por su valor y su honradez, fue reconocido por su gran sentido de la justicia y su enorme sabiduría. Y el Sol no tuvo ningún motivo para llevarse lo concedido y sus rayos reposaron para siempre jamás depositados en el interior del Templo del Sol. – Y después de una pausa para refrescarse los labios resecos de tanto hablar, la mujer prosiguió con una voz algo más grave -. Y muchos han sido los que han viajado hasta el Templo del Sol pero pocos, muy pocos, han superado el veredicto de los siete guardianes del tesoro.
El muchacho palideció. ¿Quizás lo decía por él?
– No te inquietes, chico – le tranquilizó la mujer –. Tú posees una pluma de cóndor, primer requisito que demuestra tu valía, pues sin ella no hubieras podido llegar hasta aquí – y así diciendo, le alargó la mitad de la pluma que ella poseía, de modo que una y otra parte se convirtieron en una sola cosa. – Aquí termina mi tarea, por lo que de ti me despido. Ahora será el cóndor quien te ayudará. Ve hacia él y cumple todo lo que te diga.
Dicho y hecho, la mujer desapareció sin que nada ni nadie hiciera nada para impedirlo. Entonces el joven se acercó al cóndor y el animal le dio las siguientes indicaciones:
– Preséntate ante los siete cóndores que representan las siete tribus que habitan estas tierras. Muéstrales la pluma y te dejarán entrar al Templo del Sol. Pero toma también la piedra Blanquecina Portadora del Pasado y del Futuro que todos los cóndores guardamos en el buche. Esta piedra tiene grabado tu comportamiento, el que fuiste y el que serás. Muéstrasela a los guardianes. Y si la piedra les indica que tienes un pasado puro y un futuro noble, ellos no te impedirán entrar. Una vez allí, actúa al dictado de tu propia conciencia. Ve, ¡y que la suerte te acompañe! – y diciendo esto, el cóndor dio un empujón amistoso al joven para animarle a seguir adelante.
El chico no las tenía todas consigo, pero a pesar de todo se presentó ante los siete cóndores quienes, al ver la pluma, le permitieron pasar sin duda alguna. Cumplido este requisito, el muchacho se dirigió al cóndor que aparentaba más edad y le entregó la piedra Blanquecina Portadora del Pasado y del Futuro. Y la piedra indicaba que el zagal era limpio de corazón. Entre otras cosas, se podía ver que su comportamiento pasado había sido satisfactorio. Y con respecto al futuro… pronto se sabría cuál iba a ser.
Una vez dentro del Templo del Sol, el joven pudo contemplar toda la opulencia y la abundancia de las riquezas allí acumuladas y comprobó con sus propios ojos la variedad y la cantidad de riquezas allí reunidas. Mas tanta riqueza no le hizo olvidar que estaba allí para tomar un único rayo de sol. Y aquella manera de obrar demostró que había sido digno de entrar.
El chico tenía mucha prisa, por lo tanto, se despidió rápidamente de los siete cóndores guardianes y saltando encima del ave que lo había transportado hasta allí, le rogó que lo devolviera tan pronto como le fuera posible a la torre del Virrey donde, si no se equivocaba, todo el mundo debía de estar pasando ansia. Fue un viaje relámpago. Y también lo fue el adiós que se intercambiaron el ave y su pasajero. Y claro está, con las prisas, la piedra blanca se quedó al bolsillo del zagal. Pero el cóndor estaba seguro que había ido a parar en buenas manos.
Capítulo 9
La alegría reina de nuevo en casa del Virrey
Indescriptible fue la alegría de los hermanos al reencontrase sanos y salvos. Y enorme fue también el alegrón del gigantón Arrancapinos, y el del gigante Rempujamenotañas y el de Soplainas el hombrecillo aventador por el regreso de aquel pequeño e infatigable compañero.
Y el Virrey estaba como unas castañuelas por la vuelta a casa del zagal portando con él el rayo de sol gracias a la ayuda de su estimado cóndor. Ahora, nada ni nadie se opondría a la obtención del ansiado Elixir del Sol, el único capaz de curar a la Virreina.
Pero, ¿dónde estaban los ingredientes? ¡En el bolsillo del joven que acababa de llegar! Y cuando el muchacho metió la mano para recuperar los frascos donde guardara tiempo ha los elementos, todos los presentes se abstuvieron de respirar pues temían que tanto viaje los hubiese dañado, o vaporizado, o algo peor. Y cuando fueron abiertos los recipientes uno a uno, se disiparon los temores: todos los allí presentes pudieron contemplar maravillados que la gota de sudor se había convertido en un diamante; que la gota de sangre era, ahora, un rubí; que la lágrima tenía la consistencia de una perla. Y cuando el joven sacó del bolsillo el último ingrediente, el rayo de sol apareció con todo el esplendor del oro. ¡El Elixir del Sol estaba servido!
Maravillados y llenos de esperanza, todos corrieron hacia el lecho de la Virreina para comprobar con sus propios ojos el efecto de la medicina. Y no tardó mucho la señora en recuperarse bajo el influjo de aquel elixir tan largamente esperado. Parecía como si aquella mujer nunca hubiera perdido las ganas de vivir.
La alegría del Virrey fue inmensa al ver recuperarse a su esposa con tal rapidez. Y juró que su generosidad hacia los diez esforzados amigos que habían hecho posible la curación de su mujer no conocería límites.
En primer lugar dispuso que a Arrancapinos, a Rempujamontañas y a Soplainas les fueran repartidas por iguales partes las tierras aledañas a su finca de verano. Además, como fuere que los tres hombres hubiesen encontrado el amor en la figura de tres lindas damas durante el tiempo que aquellos fieles amigos habían permanecido en la torre esperando el regreso del benjamín, los Virreyes quisieron sufragar todos los gastos de cada una de las tres bodas.
Y todo fue hecho tal y como había sido dispuesto.
Y pasadas las bodas y sus interminables fiestas, el Virrey se dispuso a ocuparse de los siete hermanos. Pero ¿dónde estaban? ¿Dónde se habían metido los siete varones gracias a los cuales… etc. etc. etc? Sencillamente, habían decidido marchar por el mismo camino por el que habían llegado.
El Virrey estaba muy disgustado por la repentina desaparición de los siete muchachos. ¡Había llegado a quererlos como fuesen si hijos suyos! Pero su natural optimista le impidió lamentarse, ¿de qué le hubiera servido? Además, él poseía la pluma del cóndor con lo cual, si alguna vez los necesitaba, sabía cómo encontrarles.
Pero que nadie se inquiete por los siete hermanos. Como el benjamín disponía de la piedra Blanquecina Portadora del Pasado y del Futuro, es de suponer que hizo buen uso de su virtud mágica, cosa que debería permitirle conseguir un buen trabajo para él y para los suyos.
Y el caso es que todo lo contado hasta aquí, nunca nadie lo había puesto por escrito y como parece ser que las palabras se las lleva el viento, y estas tienen pinta de cuento, difícil es saber si son verdad o mentira.
Sean, pues, o no lo sean,
tontos los que no lo lean.